Ahora entiendo a la piedra orgullosa con su nuevo vestido verde. Todo lo suave que contiene acaricia mi mano mientras escucho el canto de un amor que está latente, que lo impregna todo con su luz y color, despreocupándose de las formas. Es la explosión del blanco escapando de un agujero negro.

Me pregunto por qué me asombra una simple piedra, una rama seca, una fila de hormigas o la tonalidad de la tierra cuando el sol de la tarde realza todos sus rojos. Me sorprende también el vuelo en formación de esas aves que cruzan los cielos del mundo ¿Cual será su destino? Pienso en los lagos de Noruega o en esos paraísos de África. Ellos no tienen fronteras.

Doblo la senda tras una vieja cantera de piedra caliza. La herida del monte cicatriza despacio y su piedra, desnuda, aún muestra las grietas sangrantes producidas a base de dinamita y codicia. Dentro de miles de años todo ocupará un lugar nuevo y flamante. Nosotros, si acaso, seremos historia.

Un conejo desprevenido sale corriendo. No me oyó llegar. Él no puede saber que me pararía a acariciar sus orejas. El terror se adueña de sus patas, que saltan en zigzag buscando su madriguera. Allí estará seguro y su diminuto corazón volverá a una serena calma.

Me siento en la ladera inclinada. El esparto (la Stipa tenacissima), crece allí dónde las piedras le dejan un hueco. Su uso se remonta a más de 6000 años de antigüedad. Convertido en cuerdas de navío, surcaba los océanos y sus tormentas; transformado en cestas, llevaba las uvas al lagar, donde Dioniso fabricaba el vino.

Llevo la mirada al horizonte sabiendo por qué la piedra con su vestido de terciopelo verde estaba orgullosa y feliz: El mundo, aunque no lo sepamos, es un lugar hermoso y rebosante de amor.