De entre todos los caminos posibles, escojo seguramente todos. Los que suben a lo más alto; los que se internan en el abismo, oscuridad y calor de la tierra; aquellos que se pierden en el horizonte bajo el sol o la luna llena; los que te hacen ir despacio a boca abierta mirando las estrellas; también los que serpentean y desaparecen, para resurgir de nuevo antes de silenciarse tras la maleza; los que se adentran en los bosques, donde los sonidos del viento, jugando con las copas de los enormes árboles, se disfrazan con los líquenes del tiempo, el musgo, el muérdago y los helechos.

Porque puestos a elegir, también me quedo con aquellos que cruzan los yermos páramos del mundo, de soledades abiertas y extensas. El asombro de lo inmenso le hace ecos a todos mis pensamientos: Sensibilidades dilatadas en el espacio y el tiempo. Luego están los pedregosos: son alimento de fatigas y paso despacio, escalones estancados donde resbala el ánimo.

Escojo los que dan miedo también ¿Por qué no iba a escogerlos? Ellos son los que me hacen espigar como ninguno. Son caminos de sombras y ramas retorcidas que me atrapan; el canto del búho y mil sonidos que amplifican mis temores. Salir corriendo a corazón abierto y palpitante, para después pararme, abrir los ojos y las manos y ocupar ese lugar sagrado que me corresponde; que nos pertenece a todos…

Escojo los caminos del aire, las nubes y los pájaros; las profundidades del océano con todas sus algas. Elijo los caminos que otros recorrieron milenios atrás, porque seguimos siendo la misma materia e idéntica sustancia. Y me quedo con todos ellos porque no hay camino en este lugar del universo, que no podamos recorrer si éste forma parte de nuestros mejores sueños.