Huellas.

Dicen que una simple sonrisa, un abrazo o un beso podrían desencadenar el mayor de los cataclismos en el alma. Que lo más simple nos viene regalado en forma de huella profunda, un amable surco, un cuadro elaborado con los más bellos colores o un recuerdo indeleble.

Por eso, cuando miro hacia adentro desde detrás de los cristales, me gusta encontrarme con todas aquellas huellas. Unas muy brillantes y llenas de vida; otras son el arco iris que incendia mi corazón; las hay minúsculas, como un cruce fugaz de miradas o palabras que no se pronuncian pero se entienden. También las hay gigantes como las mayores montañas o los grandes lagos: ellas son el sostén, la viga maestra, el centro del mismísimo universo. Y están ahí… a nuestro lado: la mano que acaricias, la sonrisa de tus hijos y los ojos donde acabas por encontrarte.

Desenfoco la mirada, porque quiero tener muy presente la realidad de la vida y su enorme energía. Distinguir así lo que es auténtico y lo que no es más que un vano reflejo sin alimento. Es muy fácil extraviar lo importante, lo necesario y vital de la existencia entre tantos brillos de charol estéril: pasto futuro de estantes olvidados y polvo caído. Vertederos deshabitados de felicidad.

¡Qué poco necesitamos para vivir! ¿No es verdad? Nuestras mejores propiedades -las más valiosas; las más felices; las que más nos colman de alegría y futuro- no pertenecen al mundo de la materia, más sí al sutil universo del amor. Y es por esto por lo que prefiero abarrotar mis alforjas con aquellas amables huellas y surcos; todos ellos conformados a base de sonrisas, besos, abrazos y mil caricias con sus maravillosos versos.