Había escrito tantas letras que ya ni en ellas me veía reflejado. Palabras, acentos, comas, sílabas, frases… Todas ellas arrastradas por el olvido al interior de la niebla: de dónde jamás podrán regresar con la misma luz y color que un día lucieron… Cuando vivía en la esperanza, sin esperar, de que todas ellas acabarían por llegar a su destino. Un destino aun enrocado, dolido y ciego: Paralizado.
Y así, ya no podré dibujar más palabras, con mis teclas, que vengan a adornar tus jardines. Ahora que puedo verlos en la distancia, los encuentros muy bellos, y confiados. Y así habrán de seguir hasta que el tiempo te desate los nudos, derribando los alfiles, y encuentres otras palabras cromáticas, adornadas con sus nuevos y bellos acordes. Y eso sucederá: estoy completamente seguro. Tendrás que dejarte fluir, recuperando tus ojos de mar, océano y vida.
Y es así como me diluyo en la niebla, amiga… Me alejo para siempre con las certezas de saberte bien… Como hubo de haber sido siempre, pero que nunca fue. Porque qué difícil es la vida cuando el miedo acecha desde sus abismos más oscuros. Esos agujeros negros que no dejan escapar el aliento, la mirada y, mucho menos, la vida. Entonces todo sucede como en uno de esos malditos sueños; cuando intentas escapar y salir corriendo, pero acabas resbalando una y otra vez hasta que la sangre se agota y te dejas caer: Vencido.
El calor del fuego se fatiga y su color se extenúa. Madera antaño dura y viva convertida ahora en cenizas sin alimento. Luces que se agotan como luciérnagas postradas ante las heladas del primer invierno…
Viaja, salta, ríe, corre y vuela… Y todo aquello que te haga sentir el fluir de la vida dentro de ti, será como encontrar, entre los diminutos y limpios granos arena, la más preciosa de todas las caracolas. Acércatela al oído, cierra los ojos y ya no vuelvas a mirar nunca más hacia atrás.