Dicen que el agua guarda la memoria del mundo; que conoce el interior de la tierra y sus rocas más profundas. También dicen que nombra a todas las raíces que se adentran en ella buscando sus humedales y que dentro de éstas se introduce, para ascender, despacio, hasta las copas de las milenarias hayas.

Dicen que de allí viaja hasta las zonas más altas de la atmósfera; que se convierte en lluvia, en hielo, y nieve. Y que en las altas cumbres detiene el tiempo y permanece inmóvil: observando a las nubes bajas, al pájaro extraviado y a todas las criaturas que viven bajo ella… Y así, su memoria, acumula la sabiduría y la magia de lo simple: toda ella contenida en la más diminuta de sus gotas.

Por eso, y sin buscarla, la encuentro entre las melodías que conforman tus palabras. Palabras que no cesan de escribir aquel nombre que ambos conocimos a la par que acuciaban las tormentas.

Ahora llegó el tiempo de verano. Tiempo de espacios enormes, donde lo último que importa es realmente el tiempo. A veces puedo permanecer bajo el agua un infinito, observando el vaivén de las algas y las miradas curiosas de los peces que las habitan. Otras veces, como montaña de enormes cumbres nevadas, sesteo un instante para llenar los pulmones de aire fresco. Es quizá un tanto lúdico el hecho de parar y sentir como se ensanchan… Aunque eso, amiga mía, ¡¡me encanta!!

Y si disfruto con el agua brava y tronante; si me sumerjo y me transfiguro con ella; si me pierdo con su música, es porque ésta tiene una memoria tan anciana como anciano es el principio de todo movimiento. Y como el árbol de rugosa corteza, que viaja por todos los bosques acumulando líquenes y tiempo, no vivo ajeno a tus noches, que también son las mías, bajo el pálido y cálido resplandor de nuestros claros de luna. Solo espero que un día cualquiera te acerques despacio, por detrás de mi mirada, sin más palabras, y me susurres al oído todo ese río salvaje y bello que da vida a tu poesía.