A lo lejos se escucha la algarabía de unos niños descendiendo por la ladera de jaras y romeros silvestres que habitan entre los huecos liberados por las redondas y enormes piedras de granito que conforman la Sierra de La Cabrera. Lentamente, la algazara alegre y llena de vida, se difumina y se funde con el murmullo del agua cayendo, desde hace siglos, por un reguero cincelado a base de paciencia, martillo, buril y manos. Y ahora, cuando ni la brisa asoma por la ventana del Cancho Largo, la música despierta sus armónicos que comienzan a vibrar, por simpatía, con las cuerdas más profundas del alma. Un estado de quietud me envuelve y me armoniza con este entorno de piedra tallada por el hombre y la naturaleza.
Me detengo y cierro los ojos un instante que se me antoja toda una era. La cantinela del surtidor sube y baja, pariendo melismas que me transportan a aquella época en que los monjes madrugaban antes del alba, para elevar sus cánticos a la inmensidad del cielo. Cantos monódicos, pero no por ello menos hermosos que la polifonía que vendría después. La vieja piedra tallada sin prisas, con esmero y maestría, quedó impregnada de estos cantos que ahora devuelve al caminante que se detiene un momento y escucha.
El sol está alto y brilla con fuerza en el cristal del cielo limpio y frío de este primer invierno de enero. Aún así, su mano cálida acaricia mi rostro de ojos cerrados, convocando las tonalidades rojas que confieren el brillo a la vida. Mientras tanto, mis oídos tratan aún de escuchar los cantos impregnados en las fuentes, los muros y las piedras.
Paseo por los jardines del Monasterio entre Enebros, Quercus y Pinos. La arquitectura, transformada con el paso de los siglos, me regala el ingenio del hombre en su afán de construir la eternidad que tanto ansía. Y así, los arcos de medio punto, las bóvedas de cañón, los ábsides del templo, sus columnas y sus anchos muros de piedra, parecen desafiar al tiempo y su costumbre. El paso de los siglos da fe de ello con sus diferentes respuestas y soluciones arquitectónicas. Y con ello parecemos ganar esa eternidad que ansiamos… Aunque todo ello no sea más que una ilusión o un espejismo de la realidad que vemos.
La brisa comienza su descenso suave y milenario, acariciando el declive pronunciado desde la piedra más alta. Brisa que viene del norte jugando a dibujar jirones de nubes altas: como veladuras blancas que tiñen el azul del cielo.
Amplío la mirada hacia ese infinito azul, mientras el tiempo retrocede en mi memoria, apoyándose en aquellos viejos libros que me ilustraban nuestra historia. Todo cambia, se transforma y nada permanece. Esta es quizá la mejor de sus enseñanzas. Podemos restaurar, conservar y consolidar cualquier estructura, manteniendo su belleza, o quizá mejorándola sensiblemente. Pero ya no será lo mismo. Y así, mientras nos afanamos por vivir eternamente, construyendo nuestro futuro a base sólida piedra, nos perdemos la gran oportunidad de enfrentar la caducidad de todo aquello que nos rodea: nuestra propia caducidad. De esta manera, emprendemos un camino que nos lleva, una y otra vez, a cometer los mismos errores en este ciclo continuo de esto que lamamos vida.
Describes la naturaleza de tal forma que te ves inmerso en ella sin remedio. En esas piedras, en esos árboles y en ese entorno que vives y describes de forma tan magistral. Un abrazo de domingo.
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Muchas gracias, Paz 🙂 Me encantan esos momentos en los que te fundes con todo. Los sentidos comienzan a percibir mil sensaciones a la vez… Describirlas es otra historia. Un abrazo y buena semana!
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Precisas fotos y texto. Que paz. Un saludo amigo.
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Gracias, Car! Es un lugar para respirar, la verdad 🙂
Un abrazo
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Magnífico ese monasterio con todo lo que nos cuentas.
A mi me resultan fascinantes por su historia, hasta sus viejas paredes.
Muy bonitas las fotos.
Gracias por traer algo tan bello.
Un abrazo.
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Gracias a ti por tus palabras. Un abrazo y buen día.
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